En el preámbulo de las elecciones presidenciales 2016, las élites de los partidos demócrata y republicano no pensaban que el asunto sería algo más que el negocio acostumbrado. El próximo presidente de la nación exhibiría, inevitablemente, el apellido de una de las familias que han gobernado antes, Bush o Clinton, y la vida en la superpotencia de América seguiría siendo capitalista neoliberal, sin grandes cambios, como en las últimas tres décadas.
Pero no resultó así. Quedó fehacientemente demostrado que pese a que todos los demás factores del poder se mantenían iguales, la población del país no quiere más de lo mismo. La gente quería algo nuevo y diferente en la nación que presume de ser modelo de democracia para el planeta.
Ya en la etapa previa del proceso se puso de manifiesto que “el horno no estaba para galleticas” cuando en cada uno de los partidos tradicionales se destacaron disidencias inesperadas que hicieron evidente que el fenómeno no era cosa de ajustes cosméticos sino de cirugía profunda. Donald Trump y Bernie Sanders, identificados respectivamente como “la derecha de la derecha” y “la izquierda de la izquierda”, según los patrones de calificación política estadounidenses, acapararon el apoyo de las mayorías republicanas y demócratas.
La campaña de Bernie Sanders cayó víctima de la maquinaria del partido demócrata que, insensible a la tendencia manifiesta insistió en la figura de Hillary Clinton que más tarde cayó en una pelea en la que ella representaba precisamente el sufrido pasado. La alternativa era el multimillonario, populista y demagogo Donald Trump quien, sin un resuelto apoyo del establishment republicano y con buena parte de las principales figuras de esa formación política en su contra, y resultó electo pese a su demostrada condición de racista, sexista, abusador y blanco sistemático de burlas en los medios.
Aunque en apariencias sobrevive el sistema bipartidista de demócratas y republicanos, la victoria de Trump ha constituido para éste una verdadera hecatombe. El estilo directo y populachero del ahora Presidente electo, apelando a los bajos instintos de ciertos sectores de la sociedad, muy distinto del tono habitual de los políticos estadounidenses, le ha dado un carácter de autenticidad a los ojos del sector más decepcionado del electorado de derecha.
El candidato republicano supo identificar la presencia de lo que puede llamarse una “rebelión de las bases” y la ruptura cada vez mayor entre las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas, de una parte, y la base del electorado conservador, de la otra. Su discurso contra Washington y Wall Street cautivó a los electores blancos menos cultos y a los sectores empobrecidos por los efectos de la globalización económica, beneficiosa para las corporaciones. Trump llegó a decir que él no estaba compitiendo contra Hillary sino contra los deshonestos medios de prensa. Este enfrentamiento al poder mediático le enajenó simpatías en el sector periodístico pero de atrajo apoyo de votantes exhaustos de los desmanes de los medios corporativos de comunicación.
Mejor que nadie, Trump percibió la fractura cada vez más amplia entre las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas, respecto a la base del electorado conservador.
Trump no es un ultraderechista convencional. Él mismo se define como un “conservador con sentido común”. No censura el modelo político en sí, sino a los políticos que lo han estado orientando. Su discurso es emocional y espontáneo. Apela a los instintos, no al cerebro, ni a la razón. Habla para esa parte del pueblo estadounidense en la que ha cundido el desánimo y el descontento. Se dirige a la gente cansada de la política tradicional y promete traer honestidad al sistema y renovar nombres y actitudes.
Los medios han dado mucha difusión a sus declaraciones y propuestas más extremas, como la de que prohibiría la entrada al país de musulmanes y expulsaría a los 11 millones de inmigrantes ilegales latinos y construiría un muro fronterizo de más de tres mil kilómetros para impedir la entrada de inmigrantes latinoamericanos cuyo costo de unos veinte mil millones de dólares correría a cargo del gobierno de México.
Trump ha declarado que el matrimonio de un hombre y una mujer es “la base de una sociedad libre” al criticar la decisión del Tribunal Supremo que considera un derecho constitucional el matrimonio entre personas del mismo sexo; ha apoyado las “leyes de libertad religiosa” impulsadas en varios Estados para denegar servicios a las personas LGTB; ha dicho que el cambio climático es un concepto “creado por y para los chinos, para hacer que el sector manufacturero estadounidense pierda competitividad”.
En verdad, podría decirse que Trump no ganó sino que quienes perdieron fueron Hillary Clinton y los demócratas.
*Manuel E. Yepe Menendez es periodista y se desempena como Profesor adjunto en el Instituto Superior de las Relaciones Internacionales de La Habana.
www.manuelyepe.wordpress.com
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