El gobierno de Estados Unidos fomenta la fuga capitales de su país hacia
regiones pobres mediante exenciones impositivas y otros estímulos a las
inversiones de sus corporaciones en el exterior, lo que perjudica a medianos y
pequeños productores estadounidenses e indigna a los trabajadores del país
que se ven afectados por la fuga de los puestos de trabajo que de esa manera
van a parar al extranjero. ¿Acaso se trata de un gesto bondadoso de la
superpotencia en solidaridad con los trabajadores de los países pobres del
tercer mundo? Por supuesto que no.
Nótese que en la medida que la industria y los bancos de Estados Unidos y otras
corporaciones occidentales incrementan sus inversiones en el tercer mundo,
crece, en vez de disminuir, la pobreza en estas regiones. Cuando el capital
transnacional entra en contacto con los ricos recursos naturales del Sur, con
sus bajos salarios, altas ganancias y la casi total inexistencia de regulaciones
medioambientales, impuestos, y disposiciones para la seguridad laboral,
todo se modifica en función de los intereses los nuevos “benefactores” del Norte.
A resultas de ello las transnacionales están desplazando, allí donde no lo
han hecho ya, a las burguesías locales, asumiendo el control de sus mercados.
Según la experiencia mexicana de integración económica con Estados
Unidos, en poco tiempo los subsidiados productos excedentes de los integrantes
del cártel estadounidense del comercio agrícola, abastecen con sus
artificiales bajos precios a los mercados locales desplazando de esas plazas a
productores y comerciantes mexicanos.
Mediante testaferros suyos, expropian las mejores tierras en estos países mediante
el sistema de la compra integral de cosechas (cash-crop) para la exportación.
Generalmente se trata de monocultivos que requieren gran cantidad de pesticidas
y van dejando cada vez menos espacio para el cultivo de múltiples variedades
de cosechas orgánicas con las que por siglos se ha alimentado la población local.
Pero es preciso aclarar que los ahorros que las grandes corporaciones obtienen con la
mano de obra barata de los países pobres no se traducen en precios más bajos
para consumidores de Estados Unidos ni los de otros sitios. Las corporaciones
no contratan mano de obra en regiones lejanas para que los consumidores de su
país puedan ahorrar dinero, el objetivo es incrementar su margen de beneficios.
Como regla, la ayuda al exterior de Estados Unidos va unida a la inversión
transnacional y está diseñada para subvencionar la construcción de las infraestructuras
que las corporaciones necesitan para poder operar en el Tercer Mundo, como son puertos,
aeropuertos, autopistas y refinerías.
Cuando la ayuda se entrega a los gobiernos viene con muchas ataduras.
Por lo general, a la nación receptora de la ayuda se le exige dar preferencia en
sus compras a las ventas de entidades estadounidenses y la adquisición
de mercancías y alimentos para consumo local deben dar prioridad a
mercancías importadas, de manera que, junto a la deuda, creen dependencia.
Una buena parte de la ayuda monetaria, va directamente a las
arcas personales de funcionarios corruptos de los países receptores
que participan en las negociaciones.
La Organización de Naciones Unidas creó en 1944 el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional (FMI), supuestamente encargados de canalizar
la ayuda al desarrollo de las naciones.
Pero, en ambas organizaciones, el poder de voto está determinado por las contribuciones financieras de
cada país, razón por la cual Estados Unidos, el mayor donante, es el que verdaderamente aprueba las decisiones, asistido de un selecto grupo de banqueros y funcionarios de los ministerios de
economía de las naciones más ricas.
Cuando cualquier país pobre incurre en el impago de sus deudas con alguna de
estas dos instituciones, corre el riesgo de que el FMI le imponga un “Programa de
ajuste estructural” (SAP, por sus siglas en inglés) consistente en el otorgamiento
de beneficios fiscales a las corporaciones transnacionales y reducción de beneficios
sociales a sus propios trabajadores.
El FMI presiona a las naciones deudoras para que privaticen sus economías, vendan a precios bajos
sus minas, ferrocarriles y servicios públicos pertenecientes al estado. Deben recortar sus subvenciones a la
salud, la educación, el transporte y los alimentos básicos, gastando menos en el bienestar de su población para poder hacer frente a los pagos de la deuda.
Tal es la verdadera historia de la “ayuda al desarrollo”.
*Manuel E. Yepe Menendez es periodista y se desempena como Profesor adjunto en el Instituto Superior de las Relaciones Internacionales de La Habana.
www.manuelyepe.wordpress.com
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